viernes, 20 de enero de 2012

Un barrio perdido entre números

En el bloque 26 está la iglesia. Debajo del nueve, la farmacia.  Y el cuatro goza de una de las mejores vistas sobre la bahía de Las Palmas de Gran Canaria.  En el barrio de El Lasso (5.000 habitantes, 60% de paro), la vida transcurre entre números. Pero desgraciadamente pocos le son favorables.

“Hemos llegado a la conclusión de que no somos un barrio olvidado. Para eso, deben conocerte antes. El Lasso es un barrio desconocido”, se lamenta David, uno de los vecinos y vicepresidente de una asociación de vecinos. Tiene 33 años y durante toda su vida ha vivido aquí.

No hay ni rastro de locales comerciales. Ni supermercado, ni frutería, ni zapatero. Compran los productos de primera necesidad en lo que, en jerga local, los vecinos llaman “el carrillo”, una pequeña venta  pintada de azul y amarillo que recuerda vagamente a las antiguas tiendas de aceite y vinagre.

La farmacia está instalada en los bajos de uno de los edificios desde el año 1984, donde antes había una vivienda que ha sido reconvertida. “¿Robos?”, pregunto. “No más que en cualquier otro barrio”, me responden.

“Los muchachos del barrio son buenos. Pero están casi todos en el paro y tienen que buscarse la vida”, dice David.  Ninguno, me reitera, bailando sobre el alambre de la justicia. Con la retirada de las infraviviendas (chabolas) en la trasera del Martín Freire, hace más de una década, todo aquello terminó.

“Ahora los problemas son  otros”, interrumpe otro vecino. No existen zonas ajardinadas y, las que hay, están secas.  Tampoco hay plazas donde el barrio pueda hacer vida en común. En el único parque infantil hace dos años hubo un brote de sarna. La zona está sin proteger, por lo que entran animales.  Y si jugando se escapa un niño, se encuentra con un barranco de unos 15 metros.

Las carencias del barrio son absolutas y a todos los niveles. Pero esta zona de Las Palmas de Gran Canaria, que toca con los dedos el techo de la ciudad, tiene sus propios símbolos. Pepa, otra vecina, me conduce hasta una extensión de terreno, cercana a San Juan de Dios, que en algún momento aspiró a convertirse en un parque.

Ahora no es más que un pastiche de palmeras, árboles secos, picón y excrementos. Entre las ramas, un altar y una imagen. “Es un Cristo de la Misericordia”, explica, mientras se acerca y, a través una valla, lo acaricia  mientras en voz baja recita una oración. Hace varios años, cuando no estaba protegido, alguien le prendió fuego.

“Los jóvenes se turnaban para ver si el que lo hizo volvía y lo podían coger”, dice desde la distancia David.  Cada mes de septiembre, aunque parece increíble, se celebra una misa en este lugar en honor al santo.
 Llama la atención el  sentido de comunidad que existe en esta zona de la ciudad. Todos se conocen y no pierden la oportunidad de saludarse. El tiempo pasa más despacio en El Lasso. Y desgraciadamente, no solo para las personas.

La línea 51 es la única que sube al barrio.  La 55, los fines de semana, tarda sesenta minutos en llegar al teatro, aseguran al unísono David y Pepa.  “A mí me encanta la vela latina y muchos domingos, como no conduzco y casi no hay guaguas que bajen a Las Palmas, lo que hago es que me voy al mirador y desde allí veo la regata entera”, se lamenta David.

Paradójicamente, no sólo El Lasso pierde estando desconectado de la capital. La ciudad deja cada día de gozar de una de las mejores postales que existen de la bahía. De un simple vistazo se abarca con la mirada la extensión que recorre la entrada sur, incluyendo la potabilizadora, hasta La Isleta.

El Lasso surgió hace más de 30 años y vio crecer su población en la última década tras la construcción, a unas decenas de metros de los 40 bloques originales, de otras 300 viviendas en las que realojaron a familias como la de Pepa, que venía del Lomo Apolinario.

“Cuando me dijeron que me venía aquí pensé: Jesús, pero si me mandan al destierro”.  Ella, al igual que el resto de vecinos de las construcciones más recientes, pagan un alquiler asequible por habitar las casas. En el caso de los bloques más antiguos, sus inquilinos gozan ya de la propiedad que tiempo atrás fue también pública.

A pesar de las carencias que denota el barrio, sus vecinos cuentan con orgullo que El Lasso fue el primero de la ciudad que gozó de un campo con césped artificial.  “En ese campo llegó a jugar el Taburiente, un equipo de hockey hierba”, dice David mientras nos dirigimos hacia él.

El campo luce una evidente deformidad en su zona central, que inhabilitó la cancha hace ya varios años. El terreno cedió y la instalación tuvo que ser desechada ante la imposibilidad de poder desempeñarse ninguna actividad deportiva.

Otro golpe más para la moral del barrio, que parece haber asumido con estoicismo (y desgana) su permanente lucha contra el destino. Sin embargo, desde la distancia, varias personas practican deporte en una de las esquina de la cancha, cuyo pavimento está prácticamente destrozado.

Al acercarme, veo a un grupo de ecuatorianos que pasa la tarde jugando al voleibol. Jugaban en los campos de La Ballena, pero tras ser desalojados, han encontrado en este campo una opción alternativa para pasar los viernes por la tarde.  Tras varios intentos, al final acceden a sacarse una foto.

“No serás policía, verdad?”, me dice uno de ellos con cara de preocupación. “No, soy periodista”, le respondo.  “Pues entonces sácame guapo con mis compadres”,  replicó orgulloso mientras hincaba una rodilla en el suelo y se colocaba en uno de los extremos de la formación. 

Pie de foto: Grupo de ecuatorianos que usan los campos de El Lasso, a pesar de estar inutilizados




Pie de foto: David, apoyado en el marcador del campo de fútbol.




       
Pie de foto: Vista general de El Lasso

 Pie de foto: Farmacia de El Lasso, a los pies del bloque 9




 Pie de foto: Iglesia de El Lasso, en el bloque 26



 Pie de foto: Vista de Las Palmas de Gran Canaria, desde El Lasso


lunes, 16 de enero de 2012

Y entonces empecé a hervir. Prólogo.


El día que se cumplía mi quinto mes como parado reventé como una sandía que se nos cae al suelo. Pensaba que lo estaba llevando bien, pero la realidad era que no. Demasiado tiempo fuera de circulación. Cuando me fui a vivir a Chicago muchos me animaron: “ábrete un blog y nos vas contando qué tal”. Fue tan bien que no tuve tiempo ni para planteármelo. Pero ahora la cosa es distinta. Ahora sí tengo tiempo libre y cosas que contar. Pero como no tenía donde hacerlo, he optado por esta fórmula. “Qué más da donde lo cuentes”, me dije.  “Lo importante es que lo cuentes”, me quise tranquilizar...

Lo siguiente que hice fue abrir este blog. No tiene mucha enjundia estética. En realidad es uno más de los miles de blogs que a diario gente como yo abre en este portal.  Lo que espero que me diferencie del resto son las historias que contendrá. De todo tipo, pero siempre del lado de la calle.  Preferentemente en Canarias, que es donde vivo. Pero si salgo fuera, contaré las historias de fuera. Y tengo poco más que decir.

Con respecto a mí: cuando escribo esto me quedan siete meses para darle la bienvenida a la treintena. Soy periodista, porque un título lo dice y, sobre todo, porque mi madre puede dar fe de que nunca quise ser otra cosa. Escribí un libro sobre reporterismo en televisión que, por cada ejemplar vendido, me reporta el precio de un botellín de cerveza. Tengo gafas y, como miles de compañeros, un currículo lleno de hazañas que sirve para poco a la hora de encontrar trabajo.

Ahora, mientras el paro me lo permita y no tenga que cambiar de actividad profesional para poder pagarme el alquiler y hacer la compra, intentaré hacer lo que me gusta: contar historias de la calle. A pie de calle.  Quizá quede poco tiempo. Pero pienso aprovecharlo.