“Hemos llegado a la conclusión de que no somos un barrio
olvidado. Para eso, deben conocerte antes. El Lasso es un barrio desconocido”,
se lamenta David, uno de los vecinos y vicepresidente de una asociación de
vecinos. Tiene 33 años y durante toda su vida ha vivido aquí.
No hay ni rastro de locales comerciales. Ni supermercado, ni
frutería, ni zapatero. Compran los productos de primera necesidad en lo que, en
jerga local, los vecinos llaman “el carrillo”, una pequeña venta pintada de azul y amarillo que recuerda
vagamente a las antiguas tiendas de aceite y vinagre.
La farmacia está instalada en los bajos de uno de los
edificios desde el año 1984, donde antes había una vivienda que ha sido
reconvertida. “¿Robos?”, pregunto. “No más que en cualquier otro barrio”, me
responden.
“Los muchachos del barrio son buenos. Pero están casi todos
en el paro y tienen que buscarse la vida”, dice David. Ninguno, me reitera, bailando sobre el
alambre de la justicia. Con la retirada de las infraviviendas (chabolas) en la
trasera del Martín Freire, hace más de una década, todo aquello terminó.
“Ahora los problemas son
otros”, interrumpe otro vecino. No existen zonas ajardinadas y, las que
hay, están secas. Tampoco hay plazas
donde el barrio pueda hacer vida en común. En el único parque infantil hace dos
años hubo un brote de sarna. La zona está sin proteger, por lo que entran
animales. Y si jugando se escapa un
niño, se encuentra con un barranco de unos 15 metros.
Las carencias del barrio son absolutas y a todos los
niveles. Pero esta zona de Las Palmas de Gran Canaria, que toca con los dedos
el techo de la ciudad, tiene sus propios símbolos. Pepa, otra vecina, me
conduce hasta una extensión de terreno, cercana a San Juan de Dios, que en algún
momento aspiró a convertirse en un parque.
Ahora no es más que un pastiche de palmeras, árboles secos,
picón y excrementos. Entre las ramas, un altar y una imagen. “Es un Cristo de
la Misericordia”, explica, mientras se acerca y, a través una valla, lo
acaricia mientras en voz baja recita una
oración. Hace varios años, cuando no estaba protegido, alguien le prendió
fuego.
“Los jóvenes se turnaban para ver si el que lo hizo volvía y
lo podían coger”, dice desde la distancia David. Cada mes de septiembre, aunque parece
increíble, se celebra una misa en este lugar en honor al santo.
Llama la atención
el sentido de comunidad que existe en
esta zona de la ciudad. Todos se conocen y no pierden la oportunidad de
saludarse. El tiempo pasa más despacio en El Lasso. Y desgraciadamente, no solo
para las personas.
La línea 51 es la única que sube al barrio. La 55, los fines de semana, tarda sesenta
minutos en llegar al teatro, aseguran al unísono David y Pepa. “A mí me encanta la vela latina y muchos
domingos, como no conduzco y casi no hay guaguas que bajen a Las Palmas, lo que
hago es que me voy al mirador y desde allí veo la regata entera”, se lamenta David.
Paradójicamente, no sólo El Lasso pierde estando
desconectado de la capital. La ciudad deja cada día de gozar de una de las
mejores postales que existen de la bahía. De un simple vistazo se abarca con la
mirada la extensión que recorre la entrada sur, incluyendo la potabilizadora,
hasta La Isleta.
El Lasso surgió hace más de 30 años y vio crecer su
población en la última década tras la construcción, a unas decenas de metros de
los 40 bloques originales, de otras 300 viviendas en las que realojaron a
familias como la de Pepa, que venía del Lomo Apolinario.
“Cuando me dijeron que me venía aquí pensé: Jesús, pero si
me mandan al destierro”. Ella, al igual
que el resto de vecinos de las construcciones más recientes, pagan un alquiler
asequible por habitar las casas. En el caso de los bloques más antiguos, sus
inquilinos gozan ya de la propiedad que tiempo atrás fue también pública.
A pesar de las carencias que denota el barrio, sus vecinos
cuentan con orgullo que El Lasso fue el primero de la ciudad que gozó de un
campo con césped artificial. “En ese
campo llegó a jugar el Taburiente, un equipo de hockey hierba”, dice David mientras
nos dirigimos hacia él.
El campo luce una evidente deformidad en su zona central, que inhabilitó la cancha hace ya varios años. El terreno cedió y la instalación tuvo que ser desechada ante la imposibilidad de poder desempeñarse ninguna actividad deportiva.
Otro golpe más para la moral del barrio, que parece haber
asumido con estoicismo (y desgana) su permanente lucha contra el destino. Sin
embargo, desde la distancia, varias personas practican deporte en una de las
esquina de la cancha, cuyo pavimento está prácticamente destrozado.
Al acercarme, veo a un grupo de ecuatorianos que pasa la
tarde jugando al voleibol. Jugaban en los campos de La Ballena, pero tras ser
desalojados, han encontrado en este campo una opción alternativa para pasar los
viernes por la tarde. Tras varios
intentos, al final acceden a sacarse una foto.
“No serás policía, verdad?”, me dice uno de ellos con cara de
preocupación. “No, soy periodista”, le respondo. “Pues entonces sácame guapo con mis compadres”,
replicó orgulloso mientras hincaba una
rodilla en el suelo y se colocaba en uno de los extremos de la formación.
Pie de foto: Grupo de ecuatorianos que usan los campos de El Lasso, a pesar de estar inutilizados
Pie de foto: David, apoyado en el marcador del campo de fútbol.
Pie de foto: Vista general de El Lasso
Pie de foto: Farmacia de El Lasso, a los pies del bloque 9
Pie de foto: Iglesia de El Lasso, en el bloque 26
Pie de foto: Vista de Las Palmas de Gran Canaria, desde El Lasso