Tras caminar un rato encima de una antigua conducción de
agua, atravesando un bosque de eucaliptos, se llega a este rincón difícil de
clasificar. Las pinturas de colores vivos junto al olor del laurel extendido al
sol de media tarde invitan a los sentidos a relajarse. Es un entorno a medio
camino entre lo irreal y lo mágico, al pie de un barranco. El círculo se cierra
cuando alguien te dice: “Bienvenido. Has llegado a la Casa de las Brujas”.
Jenz, Korbi, Jacob y Kadi están subidos al tejado esperando para
dar la bienvenida a Baba Uino (pseudónimo), mi guía y precursor del proyecto que ha
revolucionado este pedazo de tierra. Es el único español en este cruce
espontáneo de nacionalidades que convive en las medianías de la Isla de Gran
Canaria. Aquí, en el lugar más insospechado, experimentan lo que ellos
consideran una vida libre y plena, respetuosa con el medio ambiente y alejada
de cualquier dogma que hunda sus raíces en el siglo XXI.
Se conocieron hace unos meses haciendo barco-stop en el muelle de Las Palmas de Gran Canaria. Este lugar
es un punto habitual de reunión de jóvenes, en su mayoría europeos, que se
enrolan de forma gratuita en las tripulaciones de las embarcaciones a vela que
cruzan el Atlántico con destino al Caribe. A cambio prestan servicios a bordo,
como limpiar, cocinar o ayudar en las labores de navegación.
Por entonces, Baba llevaba algún tiempo recuperando poco a
poco esta vivienda olvidada a unos kilómetros de sus zonas habituales de juego
cuando era niño. Localizada en el pueblo del que procede parte de su familia,
la Casa de las Brujas se convirtió en la excusa perfecta para olvidar
temporalmente al continente americano.
Unas horas después, esta nueva familia disfuncional pero con
sólidos valores comunes, había encontrado junto a la antigua Selva de Doramas
un hogar en el que compartir sus vidas hasta que cada uno volviera a poner
rumbo a su próximo destino, desconocido incluso para ellos.
Tras limpiar y recoger toda la basura acumulada en el
interior, se pusieron manos a la obra para habilitar los caminos que rodean y dan acceso a la
casa, recuperar las acequias o extraer la tierra y piedras acumuladas en los
dos aljibes que surten a la ducha o la cocina, y que llenan gracias a la
lluvia.
“Sólo nos hemos gastado algo de dinero para comprar en la ferretería
30 metros de tubería”, explica uno de ellos, con la que han distribuido el agua
por distintos puntos de la vivienda: cocina, ducha –en el antiguo alpendre de
los animales- o zonas de cultivo.
No hay electricidad, por lo que sus ritmos diarios vienen
determinados por la luz solar. Solo disponen de unos minúsculos paneles
fotovoltaicos -construidos artesanalmente por Jacob- con los que cargan
pequeños aparatos eléctricos, como un reproductor de música que lleva acoplados
unos altavoces.
Todo lo que puedan necesitar, desde comida, ropa o
utensilios para trabajar en el campo, lo reciclan. Además, han plantado una
pequeña huerta con ajos, cebollas o acelgas y gracias a un libro sobre plantas
medicinales han descubierto que la casa está rodeada de distintas hierbas con
las que hacer infusiones, aderezar la comida o perfumar la casa. Con la leña que
recogen hacen el fuego para comer o para
calentarse cuando hace frío.
“Buscamos en el contenedor que está en el exterior del
supermercado al final del día. Es increíble como en un pueblo tan pequeño como
éste se pueden llegar a desechar hasta 30 kilos de comida en perfecto estado en
un solo día. Frutas, verduras, queso, carne o pan, muchas veces dentro de los
envases cerrados”, cuenta Korbi, la única chica del grupo.
Es del norte de Alemania, tiene 26 años, unos grandes ojos
color turquesa y un historial recorriendo el mundo desde hace más de un lustro.
Reconoce que al comienzo muchos vecinos en el pueblo –que no llega a los 8.000
habitantes- les miraban con rareza poco
acostumbrados a ver personas rebuscando ropa o comida en la basura.
“Si sonríes a la gente, nunca tienes problemas”, afirma esta joven, que recuerda el primer día
que junto a dos de sus compañeros se paseó por el pueblo mientras ellos
llevaban falda y ella pantalones. “Todo el mundo los miraba como si estuvieran
locos”, continúa. “Si ya hubo una revolución cuando las mujeres decidimos
llevar pantalones, ¿por qué los hombres no iban a tener la suya para llevar
falda?”, dice.
En la casa no hay normas.
Las puertas nunca se cierran y están abiertos a que se sume cualquier
persona que decida compartir el espacio que han ocupado, en el que aprovechan
para pintar, hacer música o meditar. Eso
sí, debe imperar siempre el respeto. Es la única condición, junto a la de echar
una mano en las tareas diarias que permiten mantener la casa al día.
“Nos gusta vivir en la naturaleza, en paz. Alejados de las
ciudades. Aprovechando todo aquello que la tierra nos da”, cuenta con tranquilidad
Jenz mientras se lía un cigarro. “Tratamos de aprovechar y cuidar todo lo que
podemos el campo”. Si arrancan una pita que entorpece un camino, inmediatamente
es replantada en otro lugar donde pueda seguir su vida.
Están contentos en Gran Canaria, donde destacan el ritmo
sosegado de la gente. “Una de las primeras palabras que aprendimos en español
fue tranquilo”, dicen entre risas. Caminan
descalzos y encuentran con soltura la forma de buscar asiento en el suelo. Kadi, también de origen alemán, hace poco que
se hizo daño en un dedo.
“Al rellenarme la ficha me preguntaba la médico: ¿en qué
trabajas? No trabajo. ¿Dónde vives? En el campo. ¿A qué te dedicas? A viajar y vivir en tranquilidad. Mientras se lo decía ella me miraba con
curiosidad y acabó diciéndome: ¡yo quiero también tener esa vida!”, cuenta
detrás de una tupida barba que esconde su verdadera juventud.
Pero todos ellos insisten que es más sencillo seguir su
modelo, a pesar de la absoluta carencia de comodidades, que el nuestro, marcado por las hipotecas, la
compra del coche y la “permanente necesidad de consumo”. Sin embargo, todos saben que su estancia en la
isla llegará antes o después a su fin.
Será entonces cuando el destino que un día los juntó en este
paraje mágico, los vuelva a separar. “¿No les dará pena? Quizá no se vuelvan a
ver más”, pregunto tras ver la fuerte conexión desarrollada entre todos.
“Seguro
que nos volvemos a encontrar. El mundo es muy grande, pero no hay muchos sitios
bonitos como éste donde podamos ir”, contestan.
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Pie: La Casa de las Brujas, desde la distancia. |
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Pie: Korbi, Jacob, Kadi y Jenz, en el tejado. |
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Pie: En esta zona guardan ropa reciclada para cualquiera que venga a la casa. |
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Pie: Vistas sobre el barranco de Azuaje, desde la casa. |
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Pie: Jenz y Kardi, en el taller de música (nota: las fotos solo se publican en B/N, salvo aquellos casos donde el color aporte valor explicativo). Las paredes, al fondo, convertidas en murales. |
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Pie: Despensa con parte de la comida que rescatan de los restos desechados por el supermercado. |